lunes, 13 de junio de 2011

Aquella tarde de invierno

Desde siempre has sido mayor, aunque tenías sólo once años ese era tu papel, el que te había tocado en tu familia, la mayor, la que cuidabas de tus hermanas, la que les  leías cuentos, la que les cantabas canciones cuando tenían miedo y nanas cuando les costaba dormir. En la que ellas se apoyaban y a la que miraban con respeto y admiración.
Cada noche ibas a su cuarto y les acompañabas en un ritual casi mágico que ellas esperaban con emoción,  les leías en voz alta  su cuanto favorito y te quedabas con ellas  hasta que las dos se quedaban plácidamente dormidas. A veces,  cuando terminabas, Yolanda la mediana, seguía despierta  mirándo fijamente, con la miraba perdida en algún punto de la noche y entonces tu la abrazabas y volvías a empezar, le leías de nuevo aquel cuento para calmarla y dejarla durmiendo antes de irte.
Después,  te acercabas a hurtadillas al cuarto de tu padre y le dabas un suave beso en la mejilla, mientras él miraba distraidamente la televisión. Y entonces,  en ese instante, en ese preciso instante te sentías feliz, todo parecía estar bien. Y así, entre luces y sombras te ibas tu, la mayor, a tu cuarto y allí te encontrabas con tu soledad. Ella era tu mejor compañera, ella sí sabía que tu no eras mayor, que eras también una niña, que también sentías  miedo, que también necesitabas las caricias de una madre, que extrañabas a la tuya, que añorabas su ausencia. Sabía que cada noche antes de dormirte llorabas en silencio.
A veces hablabas  de tu madre, la recordabas con toda nitidez, todavía  aparecía en tus sueños y aunque te esforzabas por  recordar buenos momentos con ella,  inevitablemente,  al recordarla sentías su apatía, su dejadez, su abandono y te recordabas llorando mucho antes de que se fuera para siempre de vuestras vidas aquella tarde de invierno.
Te consolabas pensando que todavía tenías a tu padre y a tus hermanas y de una cosa estabas segura, a ellos por nada del mundo querías perderles.
Ni siquiera salías a jugar a la calle por las tardes, cuando los niños llenaban con sus risas el  patio común del edificio de cinco plantas en aquel barrio de las afueras. Entonces era el momento perfecto para ti, tus hermanas  salían y se unían a sus juegos,  pero tu preferías quedarte en casa, no podías ni por un momento hacer de niña, tenías que ser fuerte, eras la mayor... Así te encontrabas de nuevo con tu soledad y recorrias con ella cada rincón del pequeño piso donde vivías, diciéndote a ti misma que ese era tu lugar, que tenías que ser fuerte, que Yolanda y Ana  te necesitaban, que tu madre se había ido pero allí estabas tú.
Deambulabas por el pasillo, recogías la ropa, veías la tele, leías, esperando oir el sonido de la llave en la cerradura, escuchar los cansados pasos de tu padre que llegaba del trabajo  Le esperabas así cada tarde,  para que él supiera que todo estaba bien. En ese momento te sentías segura y un halo de satisfacción te inundaba. Ahora, con él ya en casa, a tu lado, pensabas que todo era perfecto, que nadie podía haceros daño, que su amor era el mejor de los regalos y el mas valioso de tus juegos. Te parecía que su voz era la más hermosa del mundo y tus ojos brillaban con una luz especial cuando le veías aparecer en el umbral de la puerta.
Él parecía no darse cuenta de todos tus intentos porque tus hermanas no sintieran la falta de tu madre, de tus cuidados hacia ellas, de tus tardes de espera, de tus noches de soledad. Pero cuando estabas distraída, leyendo una de tus historias favoritas mientras él preparaba la cena, te miraba en silencio  y sus ojos se teñían de emoción y agradecimiento.
Tampoco el,  por nada del mundo, quería perderlas.
                                                                  Anáis Robles

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